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Reflexiones sobre la maldad: los verdugos del siglo XX

En nuestro artículo sobre El Enigma Spinoza ya comenzamos con nuestras reflexiones sobre la maldad. Vimos ahí cómo la maldad, el pensamiento superficial y la falta de reflexión (la banalidad) están íntimamente ligados. Solo el ingenuo espera encontrar que la maldad esté radicada exclusivamente en un puñado de pervertidos y sádicos, de esos que produce la naturaleza cada cierto tiempo, pero en poquísima cantidad. Aleksandr Solzhenitsyn, uno de los primeros en denunciar las condiciones inhumanas de los campos de concentración, prisión, trabajo y “reeducación” para presos políticos en Siberia (los Gulags) de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) llega a esa misma conclusión en base a la propia experiencia de prisionero en uno de aquellos lugares.

¡Si todo fuese tan sencillo!; de que hay en algún sitio unos hombres negros, que perpetran con perfidia negras acciones y que bastará con aprender a distinguirlos de los demás y aniquilarlos. Pero la divisoria entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada humano. ¿Quién aniquilaría un trozo de su corazón?

Aleksandr Solzienitzn, Archipielago de Gulag

Alexandr Solzienitzn, que fue galardonado con el Nóbel en 1970 por la calidad literaria de sus revelaciones, remarca que nosotros y el grupo de villanos y verdugos responsable de los maltratos y asesinatos (los lobos) estamos hechos de mismo material. Somos hermanos, por nuestras venas corre la misma sangre. Los asesinos de los Gulag, y quienes dirigían los procesos de encarcelamiento, eran humanos como cualquier otro.

¿Cómo apareció esta raza de lobos entre nuestro pueblo? ¿Acaso no es de nuestra raíz? ¿No es de nuestra sangre? Sí, es de la nuestra.

Aleksandr Solzienitzn, Archipielago de Gulag

Porque la maldad no es una cualidad humana inmutable, sino que es más bien un estado del ser, propiciada por una determinada mentalidad. Bajo determinadas condiciones, algunas mentes se verán inclinadas al comportamiento malvado y cruel. Y es muy común que sean las mentalidades banales, poco profundas e irreflexivas las que devienen en verdugos.

A continuación, profundizamos esta tesis en base a los relatos de una de las filósofas más influyentes del siglo XX, Hannah Arendt y la escritora y periodista, Nóbel de literatura 2015, Svetlana Aleksievich.

La liviandad y banalidad en Eichmann, según Hannah Arendt

A eso mismo se refería Hannah Arendt cuando, luego de estudiar la personalidad de Adolf Eichmann, el criminal nazi a cargo del transporte de judíos hacia los campos de concentración, acuñó el concepto de la “banalidad del mal”.

En su obra Eichmann en Jerusalén, que escribe luego de ser testigo del juicio del criminal, la filósofa se declara sorprendida por la inmensa carencia de reflexión que Eichmann, ya al borde del patíbulo, demostraba. El criminal no solo era incapaz de evaluar su responsabilidad en el Holocausto, sino que tampoco parecía capaz de profundizar en lo relativo a su situación actual: encarcelado y enjuiciado públicamente en la tierra de sus víctimas, a solo meses de su propia ejecución.

Más que un malvado de cuentos Eichmann parecía, más bien, una persona estúpida, incapaz siquiera de percibir, y menos evaluar, la compleja situación en que se encontraba. Pero si hilamos más fino, descubrimos que en la base de todo aquello, más que estupidez, lo que había era, en realidad, una capacidad de reflexión profundamente atrofiada.

No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que estas «palabras aladas» pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana.

Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén

La “diabólica profundidad” que nos hubiéramos esperado encontrar en Eichmann, simplemente no estaba allí. En cambio, solo se distinguía una sorprendente superficialidad y liviandad.

Verdugos que se declaran víctimas: los testigos del soviet entrevistados por Svetlana Alexievich

Algo similar indica el hijo de Anna Maya en El Fin del Homo Sovieticus, de otra premio Nóbel de Literatura, Svetlana Aleksievich. La escritora y periodista bielorrusa dedicó su vida a entrevistar a testigos de diversos hechos históricos, uno de ellos, el desmoronamiento del régimen comunista soviético.

En El Fin del Homo Sovieticus hablan múltiples testigos, entre ellos Anna Maya y su hijo, personajes comunes y corrientes de la sociedad soviética que relatan sus vivencias a lo largo de las décadas que precedieron el derrumbe y los años que lo sucedieron. Respecto de la “pasta” de la que estaban hechos los verdugos del partido y del gobierno, el hijo reflexiona:

Lo que me gustaría desentrañar, y entiendo que a usted también le gustaría, es qué clase de personas eran aquéllas… ¿No es cierto? Porque, a ver, dígase lo que se diga, la naturaleza de los asesinos interesa, ¿no? Se supone que un asesino es alguien especial, ¿no? Y uno se siente atraído por él, ¿no es cierto? El mal hipnotiza… Se han escrito cientos de libros sobre Stalin y Hitler… Se ha indagado en su infancia, en su entorno familiar, en las mujeres a las que amaron, en el vino que bebían y los cigarrillos que fumaban… Todos los detalles nos interesan. Queremos saber… Comprender de qué pasta estaban hechos Tamerlán o Gengis Kan… Y sus millones de copias en miniatura… Todos esos que también perpetraron horrores, y sólo una minúscula parte de ellos enloquecieron. Los otros tuvieron vidas completamente normales: besaban a mujeres, disputaban partidas de ajedrez y compraban juguetes a sus hijos… Cada uno de esos millones de verdugos pensaba que no era él el responsable. Que no era él quien colgaba a un detenido con los brazos a la espalda, que no era él quien desparramaba sus sesos contra el techo, que no era él quien clavaba el grafito de un lápiz bien afilado en los senos de una detenida. «No soy yo. ¡Es el sistema!», se decían a sí mismos. Hasta el propio Stalin aseguraba que no era él quien tomaba las decisiones, sino el Partido… Les decía a sus hijos: «¿Crees que Stalin soy yo? Pues ¡claro que no! Stalin es él». Y señalaba con el dedo su propio retrato colgado de la pared. No se señalaba a sí mismo, ¡señalaba su retrato! Así funcionaba la maquinaria que administraba la muerte… Así funcionó durante décadas sin tomarse un solo descanso… Se regía por una lógica genial en la que las víctimas se convertían en verdugos y, al final, los verdugos eran víctimas. Cuesta concebir que un sistema como aquél fuera creado por la mente humana, porque tal dechado de perfección sólo puede ser obra de la naturaleza. La rueda giraba y giraba sin cesar y no había culpables. ¡Ni uno solo! Al final, todos pedían ser perdonados. Todos se proclamaban víctimas. ¡Todos decían ser el último eslabón de la cadena de la muerte! ¡Inocentes criaturas!

Palabras del hijo de Anna Maya, reportadas por Svetlana Aleksievich en El Fin del Homo Sovieticus

Una sociedad en la que nadie se hace cargo de sus actos, en la que todos se declaran víctimas y, en la búsqueda de culpables, miran hacia el lado y no hacia el interior, está condenada. Una sociedad de individuos sin capacidad de reflexión y de introspección es una sociedad que peligra.

La reflexión es el mejor antídoto en contra de la maldad y la profunda horadación de algunas sociedades de las que fue testigo el siglo XX. Y debemos partir por nosotros mismos. Por eso, te invito a que te atrevas a tomar ese camino. Atrévete a saber, ¡atrévete a pensar!

¿Quieres descubrir más? Puedes leer nuestro artículo que refiere la historia de Anna Maya y su hijo, reportada por Svetlana Aleksievich en El fin del Homo Sovieticus. O quizá te interese leer cómo es que los "verdaderos creyentes" e idealistas pueden cometer actos de maldad en nombre del ideal. Si te interesan los ejemplos, nuestro artículo sobre la violencia idealista y sus verdugos recoge evidencias sobre la carga psicológica de los activistas a cargo de ejercer la crueldad, para el caso de la hambruna en Ucrania.